Nuevas demandas de control a los Órganos de Control Externo en la función de supervisión

Roberto Fernández Llera
Profesor de Economía Pública
Universidad de Oviedo

 Nuevas demandas a los Órganos de Control Externo en la función de supervisión*


RESUMEN:

Las exigencias de la gestión pública son cada vez mayores en términos de eficacia, eficiencia y economía, sin olvidar la obvia sujeción a la legalidad y a la normativa contable y financiera. Pero el nuevo gestor público no debe ser ajeno a la pertinencia social y política de sus actuaciones, así como a nuevas demandas de la ciudadanía en materia de ecología, equidad o impacto de género, entre otros aspectos.
Los OCEX, en estrecha coordinación con el control interno, tienen un reto formidable para fiscalizar la gestión pública en todas estas facetas. En el trabajo se proponen algunas líneas de avance, incidiendo en el control operativo como el instrumento más adecuado para ello.

PALABRAS CLAVES:

Fiscalización, control operativo, control externo, transparencia, supervisión


 1. INTRODUCCIÓN

¿Control? ¿Supervisión? ¿Evaluación? ¿Vigilancia? En definitiva, estamos hablando de fiscalización de la gestión pública en todas sus extensiones. Desde que se diseña una política pública a partir de los recursos disponibles, planteando objetivos mensurables y factibles, hasta que se ejecuta dicha política, pasando por todos lo estadios intermedios de presupuestación y coordinación con otra políticas. La fiscalización es, al mismo tiempo, un instrumento y un procedimiento para la mejora continua en el ámbito del Sector Público.

El nuevo gestor público no es un burócrata de los que tanto se critican en la literatura de Benedetti[1], en las teorías de W. A. Niskanen (1971) o en las mordaces viñetas diarias de Forges[2]. Al menos, no debería serlo, aunque todos podamos conocer casos más que suficientes para ilustrar muchos anecdotarios. El nuevo gestor público no es un simple “servidor” sujeto al Derecho Administrativo en exclusiva, ni un profesional univalente y alienado como el Chaplin de la película Tiempos modernos. Y aquí podemos estar hablando tanto del alto funcionario como del interino del grupo E, el eventual designado o incluso del cargo político que dirige la acción ejecutiva.

Al nuevo gestor público se le exige que sea un agente activo –y pasivo- de un ordenamiento jurídico diverso y disperso. Una persona polivalente y multidisciplinar que forma parte de una organización compleja, interactúa con equipos, habilita espacios para la participación ciudadana y, en definitiva, trabaja para la “cosa pública” y el interés general.

¿Y qué papel le queda entonces a los órganos de control interno y externo en su función de supervisión de la gestión pública? ¿Deben ser únicamente unos simples supervisores de la legalidad, como lo eran en sus orígenes? Parece obvio que no. ¿Son estos órganos de control el “enemigo” natural de la acción política, ejecutiva y legislativa? En absoluto. Y quien así lo siga creyendo, se equivoca. ¿Acaso los OCEX, por definición, están condenados a batirse en duelo continuado con los órganos de control interno? Mejor que no sea así, si en verdad queremos una fiscalización coordinada y complementaria, orientada hacia una finalidad común, en la búsqueda de nuevas metas de eficacia, eficiencia y economía que remuevan obstáculos y mejoren la calidad de los servicios públicos en sentido amplio.

A estas alturas del siglo XXI, hay algunas cuestiones que, no por conocidas, deben dejar de recordarse. Para empezar, la supervisión integral y permanente no es sólo un desiderátum, como quizás fue en otro tiempo, sino más bien una obligación inherente a todo gestor público y a toda gestión pública. No es tampoco una exigencia constitucional y legal (en ocasiones, incómoda), sino una verdadera necesidad objetiva. La función de supervisión es todo eso y, además, un obligado requerimiento de contenido económico.

El momento actual de crisis económica ha obligado a extremar el control sobre los recursos públicos, mucho más escasos que en los últimos años de abundancia. Pero nadie debe llamarse a engaño: la supervisión de la gestión pública es exactamente igual de importante cuando los recursos son abundantes que cuando escasean. No es cierto que la escasez deba impulsar un mayor control. Sería tanto como decir que la abundancia justifica el derroche, la ineficiencia o el descontrol. En modo alguno esto deber ser así.

Quizás la mayor novedad que introduce esta profunda crisis venga dada por el cambio de modelo económico que tiene que traer aparejado. Algunos de los excesos cometidos en algunos sectores de actividad nos están pasando factura ahora. Algunos gestores públicos embarcados en demasiadas aventuras peligrosas ahora no pueden siquiera mantener abierta su oficina. Muchas de las estructuras administrativas y de gobierno que habíamos construido se ponen ahora en cuestión. Desde algunos aspectos del Estado de las Autonomías, hasta el enjambre de las Cajas de Ahorro (con fusiones frías, calientes y templadas). O, por qué no traerlo a colación, el insostenible mapa municipal español. Por si todo esto fuera poco, ahora debemos hacer frente a obligaciones de gasto derivadas de la garantía de nuevos derechos básicos de ciudadanía (atención a la dependencia), así como a una profunda transformación de nuestro modelo productivo, social y ambiental. Y aquí el nuevo gestor público debe transitar por coordenadas diferentes a las más tradicionales, actuando más que nunca bajo las premisas de la eficacia, la eficiencia y la economía. El nuevo gestor público y la función de supervisión deben enfocar sus actuaciones hacia todos los aspectos “clásicos” de legalidad y presupuestación, pero también orientar sus trabajos hacia aquellos temas organizativos y de regulación que le son inherentes. Y es aquí donde la fiscalización, a través de la auditoría pública, tanto de regularidad como operativa, puede hacer un trabajo que, además de necesario, deviene en imprescindible.

Todos los OCEX –y aquí se incluye también el Tribunal de Cuentas- han venido realizando una intensa labor de control en materia de regularidad contable-financiera y legalidad durante los últimos 30 años. Sin embargo, dentro de un paulatino pero irrefrenable proceso, acelerado a partir de la última década del siglo XX, este tipo de informes de regularidad han sido reforzados y ampliados con información específicamente referida a la calidad de la gestión pública. Su finalidad supera la tradicional vigilancia sobre la sujeción a la normativa, comenzando a preocuparse cada vez más por medir el resultado de la gestión pública, conforme a unos objetivos previamente establecidos y sobre la base de indicadores ad hoc. En última instancia, la meta a alcanzar sería la mejora continua de los procedimientos y los resultados, superando el enfoque más burocrático que ha sido hegemónico en la Administración Pública española.

Tras esta introducción, en la sección 2 se analizan algunos antecedentes históricos recientes de las teorías sobre la gestión y la transparencia en el Sector Público. La sección 3 trata de delimitar con precisión los principales conceptos ligados al control y la fiscalización. En la sección 4 se estudia el contenido económico de la Constitución Española en lo que tiene que ver con el papel desempeñado por los OCEX. La sección 5 introduce algunas sugerencias para la mejora del control operativo y el trabajo se cierra con unas breves conclusiones.

2.  GESTIÓN PÚBLICA, OBJETIVOS Y TRANSPARENCIA

A partir del último tercio del siglo XX se comenzaban a poner en cuestión las políticas keynesianas que habían sido dominantes desde el final de la segunda guerra mundial. Se criticaba entonces el “mito de la benevolencia&rdq
uo; del Sector Público, se llegaba a poner en cuestión la supuesta superioridad moral de la regla de la mayoría en la toma de decisiones colectivas. También se teorizaba sobre la supuesta baja productividad intrínseca al Sector Público (la llamada “enfermedad” de Baumol), la ineficiente burocracia que sólo buscaba maximizar su propio presupuesto o los “fallos del Sector Público” ocasionados por las especiales características de la demanda y oferta de bienes y servicios públicos. Esta visión se completó con la reducción impositiva que propugnó Laffer con su famosa curva y su legendaria servilleta[3]. En política, dos nombres propios asumieron estos postulados y los llevaron a la práctica: Ronald Reagan y Margaret Thatcher.

La doctrina de la Nueva Gestión Pública apostaba nada menos que por “reinventar el gobierno”, según expresión acuñada por D. Osborne y T. Gaebler (1992), prontamente asumida en EEUU por la Administración Clinton y, de forma destacada, por el entonces Vicepresidente A. Gore (1994). Se apostaba entonces por unas Administraciones Públicas funcionando con un enfoque más gerencialista (por tanto, más de empresa privada), menos burocrático (por tanto, menos público), con una clara orientación a objetivos y resultados, una economía más desregulada y un ciudadano considerado como cliente (y no como “propietario” o como sujeto de derechos). También se decía que había que subsumir el poder fáctico de los grupos de interés (aunque lo cierto es que no desaparecieron, sino que fueron sustituidos por otros), promover una planificación estratégica continuada, orientar la gestión hacia las ganancias de productividad (esto sigue vigente) e implicar a las empresas privadas en objetivos públicos (mediante distintas fórmulas de colaboración público-privada. Y, por supuesto, mucha más competencia dentro del propio Sector Público y entre éste y el sector privado como sustento para una mayor competitividad.

Ya en el siglo XXI, la gran crisis financiera y económica que vivió el mundo a partir de 2008 supuso la reactivación de la política keynesiana, en forma de rescates públicos al sector financiero, ayudas millonarias al desempleo o actuaciones extraordinarias en matera de obra pública como estímulo fiscal a la demanda agregada. Pero el espejismo no duró demasiado. La ortodoxia dominante parece haber vuelto por sus fueros y, a día de hoy, la gran prioridad es la reducción del abultado déficit público, con lo que ello conlleva de recortes en el gasto público y, en menor medida, de incrementos impositivos.

En otro ámbito, los últimos años del pasado siglo también recibieron un fuerte impulso las cuestiones relativas a la transparencia dentro del Sector Público, especialmente al calor de las recomendaciones de organismos e instituciones como la OCDE, el FMI (2007) o la propia Unión Europea. La transparencia mejora la rendición de cuentas (accountability) y la eficiencia del Sector Público, incentiva las prácticas presupuestarias legales y fomenta conductas éticas recomendables, lo cual supone una elevación en la escala de exigencias al gestor público. La transparencia fiscal también implica una actuación del Sector Público ampliamente abierta a los ciudadanos, ofreciendo información respecto a la estructura y funciones de los diversos niveles y organismos de gobierno, las intenciones de política económica, datos completos respecto a las cuentas públicas y estimaciones rigurosas de proyecciones y tendencias futuras de gastos e ingresos.

Por desgracia, la falta de transparencia se ha retroalimentado al calor de ciertos fenómenos como el crecimiento desaforado del Sector Público instrumental, la contratación pública poco clara o el florecimiento de complejas y diversas fórmulas de colaboración público-privada. Muchas de estas cuestiones terminaron por ser también un foco de corrupción política y administrativa.

El abuso –que no el uso- de la justificación basada en una supuesta mejor eficiencia de la gestión privada ha llevado a una elevación en la gravedad de la consabida “huida”, transitando primero desde el Derecho Administrativo general hacia un régimen administrativo singular y, en segunda instancia, hacia el Derecho Privado (básicamente, el Derecho Mercantil). El tercer estadio ya es directamente la “huida” del Derecho, sin más apelativos, lo que equivaldría en la práctica a una ruptura del principio de legalidad, algo que no puede ser tolerable.

Lo que cabe preguntarse es por qué la transparencia no se impulsa mucho más y en última instancia, por qué no se fiscaliza mucho más su cumplimiento. El soporte normativo adecuado podría ser una Ley de Transparencia en el Sector Público, promulgada con carácter básico y, por tanto, de obligado cumplimiento para todas las Administraciones Públicas. Esa nueva norma regularía los mecanismos de intercambio de información y coordinación entre instancias administrativas, así como la difusión y el acceso ciudadano y periodístico a la información. Las únicas “exenciones” –obvias- vendrían dadas por el respeto a los derechos fundamentales y por la seguridad nacional, cerrando así el debate sobre el alcance de los datos e informes a publicar.

En definitiva, el desarrollo efectivo de una óptima gestión pública precisa de sólidas instituciones y reglas, aunque esta sólo sea la condición necesaria, pero no suficiente.

3. CONCEPTOS DIFUSOS (O QUIZÁS NO TANTO)

Cuando un órgano de control fiscaliza la gestión pública debe analizar las famosas tres “E”: eficacia, eficiencia y economía. Para ello, se debe clarificar el ámbito de cada concepto.

La eficacia pone en relación el objetivo planeado con el producto final (output), por tanto, es relativamente fácil de controlar, tanto en términos absolutos como relativos. Pero en rigor, la fiscalización debería ser más ambiciosa y examinar también el resultado final o impacto de la política concreta (outcome). Baste un ejemplo. No es lo mismo conseguir el objetivo de vacunar a todos los menores de 1 año que lograr reducir la incidencia de una enfermedad infantil entre ese segmento de la población. Tampoco es lo mismo subvencionar la compra de determinado tipo de vehículos que lograr reducir las emisiones contaminantes por el tráfico rodado. En puridad, cuando los objetivos se expresan en términos de impacto final sobre las necesidades de la población a la que se dirigía, debería hablarse de utilidad o efectividad y no tanto de eficacia. Con esta última orientación se eliminaría la “miopía institucional” que se manifiesta en recompensar el corto plazo frente al largo plazo y la cantidad sobre la calidad.

En segundo lugar, el indicador básico de eficiencia compara el producto (output) con los recursos disponibles (inputs), lo cual implica que la medición de la eficiencia, a diferen
cia de la eficacia, debe hacerse siempre en términos relativos y no absolutos. Desde el análisis económico la eficiencia se suele equiparar al concepto de productividad e incluso así se contempla en los Principios y Normas de Auditoría del Sector Público (epígrafe 1.2.2.2). La literatura teórica y empírica en el campo de la eficiencia dentro Sector Público ha sido muy profusa en los últimos años, pero todavía es un campo casi virgen en el ámbito de los OCEX, aunque algunos han desplegado experiencias muy interesantes con técnicas como el Análisis Envolvente de Datos (DEA).

Por su parte, la economía centra su atención en comparar los medios planeados en un principio con los medios utilizados finalmente, tratando de minimizar el coste o, si se prefiere, intentando maximizar el ahorro de recursos. En consecuencia, parece lógico que la fiscalización de la economía vaya siempre ligada a la de eficacia (o efectividad) y a la de eficiencia. De otro modo, una fiscalización “exclusiva” de la economía daría por buenas las actuaciones que minimizan costes, aún cuando los objetivos no se hayan alcanzado. O, bien al contrario, se penalizarían los “sobrescostes” aún cuando éstos hubiesen sido causados por circunstancias imponderables o imprevistas. Ya se sabe que, en ocasiones, “lo barato puede salir caro”.

Además de los tres principios que se acaban de enunciar, existen otros que a menudo se señalan, aunque su fiscalización suele revestir mayores grados de subjetividad y complejidad.

  • La pertinencia o adecuación de los objetivos planeados a los recursos disponibles. A la hora de fiscalizar este principio es evidente que el enfoque ha de ser necesariamente cualitativo, dada su orientación política.
  • La equidad, como incorporación de ciertos valores universalmente aceptados a la gestión pública. En la práctica es difícil fiscalizar, dada la diversidad de criterios subjetivos y de grupos sociales implicados. En términos de impacto, lo más adecuado sería fiscalizar el cumplimiento de los principios de equidad horizontal (trato igual a quienes son iguales en términos económicos) y equidad vertical (trato diferente a quienes son diferentes, aunque previamente se debe haber explicitado el grado asumible de diferencia).
  • La ecología, como sustento de una gestión pública sostenible ambientalmente. Sin descuidar la fiscalización ex post, parece también sensato que este principio sea supervisado ex ante para evitar daños irreparables al medioambiente.
  • El impacto de género de los programas de ingresos y gastos públicos, más aún desde que en España entró en vigor la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres.

Si los anteriores principios se verifican, la calidad de los servicios públicos debería ser un corolario inmediato, lo cual no obsta para que este atributo tenga sus propios instrumentos de verificación, aunque quizás esta tarea sea más propia de la evaluación que del control stricto sensu. Enseguida volveremos sobre esto.

Precisamente en este punto, quizás sea oportuno plantear otra breve reflexión sobre el mismo concepto de control, algo que preocupaba al recordado R. Muñoz Álvarez (2003). El control podría ser la categoría general, ya que implica “comprobación, inspección, fiscalización e intervención”. La fiscalización se supone contenida como una esfera propia y específica del control, definida como la “acción de criticar y traer a juicio las acciones u obras de alguien”, en este caso del gobierno que implementa una política o de la Administración Pública que ejecuta los programas de un presupuesto. La auditoría es el instrumento; equivale a “revisión sistemática” de la gestión pública, exigiendo por ello un alto grado de profesionalidad del cuerpo de auditores, cuya misión es “recoger las pruebas” y elevar su informe con los reparos detectados[4]. Se debe anotar que, por primera vez, en la vigésima tercera edición del Diccionario de la Real Academia Española se incluye expresamente el concepto de auditoría pública para referirse a la “auditoría realizada por un organismo público especializado, como en América la contraloría y en España la Intervención General del Estado y el Tribunal de Cuentas”. Esta incorporación, lejos de ser casual, tiene evidentes causas y fundamentos, ya que viene a clarificar y valorizar esta tarea.

Por otra parte, la evaluación es algo todavía más complejo y bien podría decirse que engloba a todos los demás conceptos. La Agencia Estatal de Evaluación de las Políticas Públicas y la Calidad de los Servicios (AEVAL) la define como “el proceso sistémico de observación, medida, análisis e interpretación encaminado al conocimiento de una intervención pública, sea esta una norma, programa, plan o política, para alcanzar un juicio valorativo basado en evidencias, respecto de su diseño, puesta en práctica, efectos, resultados e impactos”. Con esta amplia definición, parece que excede el ámbito de los órganos de control y de ahí que estos nuevos organismos de evaluación no tengan por qué chocar con las tareas de los primeros.

Un matiz adicional. El concepto de supervisión, como aparente sinónimo de control, quizás no lo sea tanto. La supervisión es la acción de “ejercer la inspección superior en trabajos realizados por otros”. Y precisamente esa superioridad denota prevalencia o dominio del supervisor sobre el supervisado. En otros contextos tiene todo el sentido (por ejemplo, un Tribunal Supremo que supervisa y, en consecuencia, puede revocar, autos o sentencias de un Tribunal de Primera Instancia). Pero cuando un OCEX fiscaliza la gestión pública lo que está haciendo es emitir una opinión razonada y fundamentada, pero en modo alguno tiene capacidad para anular decisiones políticas o administrativas, ni tan siquiera puede retrotraerlas a un estadio previo. Todo lo más, el OCEX apuntará los defectos de legalidad o de gestión, recomendando mejoras y, en su caso, instando o iniciando el enjuiciamiento de los gestores públicos.

Por todo lo anterior, a la hora de fiscalizar conviene distinguir y delimitar nítidamente la frontera entre los siguientes ámbitos de actuación:

  • La misión, es decir, el cometido general que quiere conseguir el programa, los problemas que pretende afrontar y solucionar y los potenciales beneficiados (grupos sociales, ciudadanos individuales, colectivos o territorios) con la actuación. Es el primer paso y si no se da adecuadamente, el resto del camino nos conducirá a un final incierto. Como dice el proverbio clásico, “un viaje de 1.000 millas empieza siempre por un paso”.
  • Las funciones, lo que en la terminología española serían las competencias de la entidad pública. Se trata de hacer una delimitación lo más precisa y cerrada posible, para evitar innecesarios conflictos institucionales o costosas duplicidades. Dos ejemplos muy evidentes nos puede ayudar a entender esta problemática. Uno, el que tiene que ver con el reparto de competencias en materia educativa entre la Administración General del Estado, las Comunidades Autónomas e incluso las Entidades Locales.
  • Losobjetivos, esto es, una serie de metas concretas, formuladas de forma plausible, creíble, medible y comparable. O, viéndolo desde la óptica contraria, no deben ser metas irrealizables (por ambiciosas) ni etéreas (por incalculables). Unos objetivos que pueden ser formulados en términos de resultados (outputs) o de impactos sociales (outcomes). Los primeros se basan en la producción de bienes y servicios públicos y, en consecuencia, las variables relevantes son el coste-precio, la cantidad y la calidad del producto. Los segundos requieren un cierto acuerdo político previo sobre los grandes fines que persigue la entidad pública o la sociedad en su conjunto.
  • Los recursos materiales, humanos e intangibles con que se cuenta para conseguir los objetivos.
  • Las actividades o tareas que se van a desarrollar, por supuesto, ligadas a los objetivos, pero sin que se confundan las unas con los otros.

4.   UN MANDATO CONSTITUCIONAL PARA LA GESTIÓN PÚBLCIA

La Constitución Española proclama los principios de eficacia y legalidad (artículo 103.1) y de eficiencia y economía (artículo 31.2, deudor de las enmiendas del profesor Fuentes Quintana, a la sazón, Senador constituyente). En definitiva, supone requerir al Estado que actúe con los criterios que la ciencia y la técnica pongan a su disposición en cada momento para gestionar mejor los recursos públicos.

Por todo ello, la actividad fiscalizadora de los órganos de control debe conducir a la mejora continua de la gestión pública, debiendo evitar duplicidades innecesarias o disfuncionalidades. En definitiva, se trataría de evitar lo que A. Suárez Suárez (1986) llamaba la “paradoja del control”: demasiados y costosos órganos para pocas tareas. No obstante, el riesgo de duplicidad en el control y la evaluación puede persistir al hilo de una nueva “especie” de instituciones de control y/o evaluación como la Oficina Antifraude de Cataluña, la AEVAL o las nonatas –pero propuestas- oficinas parlamentarias del presupuesto.

Por todo ello, en la función de control sería preciso reforzar los organismos de coordinación y cooperación en varios sentidos. Primero, entre el control interno y el control externo, evitando solapamientos, aunque una cierta superposición sea lógica y hasta conveniente. Segundo, ya entre los OCEX, impulsando la Conferencia de Presidentes, los órganos técnicos de enlace y la infraestructura tecnológica común.

Por lo que se refiere al necesario e imparable avance de la auditoría operativa, es preciso reclamar algunas líneas de avance.

  • Rebaja de la “desconfianza institucional” que todavía existe en algunos gestores públicos con respecto de los órganos de control. Poco a poco se va asumiendo su rol en el control de legalidad, pero todavía pesa mucho la falta de tradición cuando se producen críticas a la gestión en términos de eficacia, eficiencia o economía. ¿Cómo solucionar este problema? Mediante un refuerzo institucional de los OCEX, por ejemplo, aprovechando la reforma de los Estatutos de Autonomía y de la legislación del Tribunal de Cuentas, como ha sugerido con acierto P. Biglino Campos (2008). En esta línea parece caminar también la interpretación dada por el Tribunal Constitucional[5].
  • Refuerzo del consenso político en la configuración de los OCEX, no sólo para la designación de sus miembros, sino también para la fijación de un mínimo común denominador en los objetivos, procedimientos e instrumentos del control operativo. Quizás la Conferencia de Presidentes (u organismo internacional análogo), a través de comisiones técnicas, podría desplegar esta fundamental tarea. Sería muy necesario lograr la participación de los agentes implicados en la definición de los indicadores, así como en su revisión periódica. Como filosofía general, se debería aspirar a que las entidades fiscalizadas transiten paulatinamente del estadio de la desconfianza al de la complicidad o, cuando menos, al intermedio de la colaboración leal.
  • Modernización presupuestaria en sentido amplio, siguiendo las tendencias internacionales sobre reglas macrofiscales, marco presupuestario plurianual, criterio del devengo, objetivos de eficiencia, presupuestación por desempeño, nuevo reparto de funciones presupuestarias entre Ejecutivo y Legislativo, transparencia y presupuestos participativos. Al gestor público se le debe exigir un cumplimiento efectivo de este método de presupuestación (no sirve un mero cumplimiento formal) y al órgano de control se le debe requerir que fiscalice el presupuesto liquidado tal y como éste ha sido programado y gestionado. La tarea no es baladí ni fácil, por eso no sería conveniente ni adecuado que el OCEX se extralimitase y entendiese que su función va más allá, queriendo crear en la fase de control ex post unos objetivos que el propio gestor público no ha fijado ex ante.
  • Refuerzo de los medios materiales y humanos de los órganos de control, incluyendo la innovación continua, la utilización intensiva de nuevas tecnologías, los programas de formación del personal y la incorporación de profesionales con competencias específicas en análisis ambiental, ingeniería, arquitectura, planificación territorial y urbanística, informática avanzada, estadística, investigación operativa, evaluación de la calidad o sociología, entre otras disciplinas. De esta forma, las eventuales contrataciones de asistencia externa y la colaboración con firmas privadas de auditoría sería excepcional.
  • Internacionalización a través de organismos asociativos como EURORAI, EUROSAI, INTOSAI u otros análogos de carácter técnico y/o sectorial.
  • Actividades formativas propias y colaboración con universidades y otros centros educativos para la organización de titulaciones oficiales, cursos especializados, seminarios técnicos y publicaciones.
  • Divulgación, a partir de los correspondientes gabinetes de comunicación y relaciones públicas de los propios órganos de control.

5.   ALGUNAS SUGERENCIAS ADICIONALES SOBRE EL CONTROL OPERATIVO

El sustento de la auditoría operativa y del control de eficacia, eficiencia y economía son los indicadores de gestión, sin los cuales es imposible avanzar. Los indicadores son simplificaciones de fenómenos complejos que intentan reflejar la actividad o el progreso hacia un cierto objetivo. Son también un resumen sistemático y cifrado y, por todo ello, son imperfectos. Ahora bien, ¿acaso no lo es todo en esta vida? Parafraseando a Maurice Chevalier, con los indicadores ocurre como con la vejez: tampoco está tan mal, teniendo en cuenta cuál es la alternativa factible. Algunos indicadores son bastante burdos, otros están desactualizados y otros, en fin, son bastante inútiles. Pero aún así, son mejores que la situación donde su ausencia es la norma.

En todo caso, hay que exigir a los indicadores unas mínimas dosis de rigor, objetividad, actualización y comparabilidad. De otra forma, incluso podrían desvirtuar los resultados y los impactos de la gestión pública. Aceptemos este punto como un axioma, es decir, asumamos como cierto que los indicadores, al menos, “no estorban” y que no entorpecen la imagen fiel del presupuesto y de las cuentas de una Administración Pública. Estos indicadores deben ser formulados en términos cuantitativos (eficacia, eficiencia y economía) y cualitativos (calidad); de producto (output) y de resultado (outcome); agregados (organización) y desagregados (personas y/o agencias). Como primer paso, bastaría con elaborar ratios que permitan hacer una evaluación comparativa (benchmarking).

Con el fin de corregir la escasez de indicadores de gestión, se podría abordar una reforma legal para introducir nuevas exigencias de remisión de información a los órganos de control por parte de las entidades fiscalizadas. Por supuesto, se debería exigir a todas las entidades que forman parte del Sector Público un esfuerzo adicional para que definan unos objetivos claros y fiscalizables en sus respectivas memorias y programaciones presupuestarias. Donde lo habitual sea la ausencia de objetivos y/o de indicadores de gestión, el órgano de control tendría que incorporar su próxima elaboración como primera recomendación. En caso de negativa sistemática o completa inacción por parte del organismo público fiscalizado, el órgano de control informaría a la instancia correspondiente (Tribunal de Cuentas, Fiscalía o Tribunales de Justicia) para que actuase en consecuencia. Incluso se podría plantear la posibilidad de vincular la percepción de ayudas y subvenciones por parte de una entidad pública a la rendición de cuentas en tiempo y forma ante el correspondiente órgano de control.

Es preciso en este punto anotar algunas áreas sensibles para el control operativo y, en general, para el perfeccionamiento de la fiscalización de la gestión pública.

  • Transparencia y estabilidad presupuestaria a lo largo del ciclo económico. Sin lugar a dudas, estos dos grandes objetivos son una de las prioridades en este momento, dada la urgencia por reducir el déficit público, pero sin dejar de analizar el impacto no deseado de ciertas medidas bruscas de ajuste.
  • Entes instrumentales (con especial atención a las empresas públicas) y mecanismos de colaboración público-privada. Su espectacular crecimiento y el amplio alcance de sus funciones en los últimos años ha desembocado en un fenómeno de “mitosis” institucional que lleva aparejada una notable merma de la transparencia y una cierta relajación de la disciplina presupuestaria. Los órganos de control deben “levantar el velo” de muchas de estas entidades que ahora no son fiscalizadas en su gestión a pesar de estar integradas dentro del Sector Público. Y aquí estamos hablando de todas las entidades que forman parte del perímetro de consolidación, pero también deberían incluirse las sociedades o entidades de mayoría pública conjunta, aquéllas otras en las que la Administración Pública dispone de capacidad para determinar la política general de la entidad (control efectivo) e incluso las entidades de minoría pública conjunta, pero financiadas mayoritaria o totalmente por el Sector Público. En definitiva y, mutando el conocido lema de “demasiado grande para caer”, sería recomendable fiscalizar con carácter cuasi-preventivo a toda aquella entidad instrumental que sea “demasiado pública para caer”. Dicho de otra forma: si se le retirasen los ingresos que percibe de las Administraciones Públicas, muchos de esas entidades instrumentales simplemente desaparecerían. Como ha escrito A. Arias Rodríguez (2010), “en materia de control debe primar un criterio antiformalista y real, so pena de convertir la fiscalización en una logomaquia inútil”. Sigue así las recomendaciones que el propio Tribunal de Cuentas había planteado en una conocida Moción de 1996 sobre el amplio concepto de empresa pública[6].
  • Contratación pública, más aún desde la entrada en vigor de la Ley 30/2007, de 30 de octubre, de Contratos del Sector Público. Una vigilancia especial requerirán, de nuevo, las entidades instrumentales.
  • Programas de gasto en materia de ordenación del territorio, vivienda y urbanismo, por su especial sensibilidad como fuente de corrupción. Asimismo, los programas de gasto educativo, sanitario y asistencial, por su especial impacto social y su peso en los presupuestos de las CCAA.
  • Política de personal, también en entidades instrumentales. Se impone un nuevo modelo de relaciones laborales y de mecanismos retributivos en el Sector Público, basados en la evaluación del desempeño (no se olvide que es lo que señala el Estatuto Básico del Empleado Público).
  • Ingresos tributarios, asignatura pendiente de los órganos de control españoles, entendida en un doble sentido. Uno, en lo que se refiere a la fiscalización del programa de gasto en gestión tributaria y a la capacidad recaudatoria de los tributos (output). En segundo lugar, la fiscalización del resultado último de las políticas fiscales (outcome), esto es, la incidencia personal y territorial de los tributos, su impacto sobre la equidad y el bienestar o la reducción del fraude fiscal. Algunas áreas de fiscalización prioritaria son los presupuestos de beneficios fiscales o las tasas y precios públicos (con relación al coste del servicio). El escaso trabajo realizado hasta ahora se ha focalizado casi en exclusiva en el producto, descuidando el resultado.
  • Programas de estímulo fiscal contra la crisis (incluyendo las medidas financieras y las estrictamente presupuestarias), así como los posteriores ajustes para reducir el déficit y los procesos de reestructuración en diversos ámbitos (sector financiero, holdings autonómicos de empresas públicas y otros). Entre otros, I. Cabeza del Salvador (2009) y E. Morán Méndez (2010) aportan sugerentes ideas en este sentido.

6.  CONCLUSIONES

Las exigencias de la gestión pública son cada vez mayores. Ya no es suficiente con garantizar una adecuada vigilancia de la legalidad y de la regularidad contable, sino que es preciso avanzar hacia nuevas metas en materia de control operativo. Los esfuerzos de los últimos años han sido notables, si bien todavía se encuentras numerosas dificultades jurídicas, institucionales y técnicas para cometer una adecuada fiscalización de eficacia, eficiencia y economía.

En esa búsqueda de la mejora continua y el fomento de la innovación permanente, los órganos de control deben ser sensibles a ese papel que el nuevo gestor público desempeña. Como ha dicho el propio Presidente del Tribunal de Cuentas (M. Núñez Pérez, 2009), la actuación de los órganos de control debe sincronizarse con la realidad, examinar la adecuación de la gestión pública, evaluar el impacto sobre las finanzas públicas, anticipar riesgos y sugerir mejoras en los sistemas, en las organizaciones y en la actividad.

La crisis económica ha situado de nuevo en primer lugar a la fiscalización como una herramienta básica de control democrático. Un lugar que nunca debió abandonar. Bienvenida sea la escasez de recursos públicos si al menos sirve para mejorar la propia actividad de los órganos de control, con garantías de plena efectividad y sin un coste excesivo.

BIBBLIOGRAFÍA
Arias Rodríguez, A. (2010): “La segunda fuga del derecho público”, en http://fiscalizacion.es/2010/02/01/la-segunda-fuga.
Biglino Campos, P. (2008): “La posición institucional de los órganos de control externo en los nuevos Estatutos de Autonomía” en Biglino Campos, P. y Durán Alba, J. F. (dirs.): Pluralismo territorial y articulación del control externo de las cuentas públicas, Lex Nova, Valladolid, pp. 17-42.
Cabeza del Salvador, I. (2009): “Reflexiones sobre la crisis económica y el papel de la auditoría pública”, Auditoría Pública, 47, pp. 27-46.
FMI (2007): Manual on Fiscal Transparency, International Monetary Fund, Washington DC.
Gore, A. (1994): Crear una Administración Pública que funcione mejor y cueste menos (Informe del National Performance Review), IVAP, Vitoria.
Morán Méndez, E. (2010): “Retos del control externo autonómico después de la crisis”, Auditoría Pública, 52, pp. 45-56.
Muñoz Álvarez, R. (2003): “Fiscalización, control, auditoria. Reflexiones”, Revista Española de Control Externo, 14, pp. 13-62.
Niskanen, W. A. (1971): Bureaucracy and representative government, Aldine Press, Chicago.
Núñez Pérez, M. (2009): “De la Constitución Española al Tratado de Lisboa: treinta años del Tribunal de Cuentas”, Revista Española de Control Externo, 31, pp. 15-44.
Osborne, D. y Gaebler, T. (1992): Reinventing government: How the entrepreneurial spirit is transforming the Public Sector, Addison-Wesley, Reading (MA) (edición en castellano: La reinvención del gobierno. La influencia del espíritu empresarial en el Sector Público, Paidós, Barcelona, 1994).
Suárez Suárez, A. S. (1986): El control o fiscalización del sector público: auditorías de eficiencia, Tribunal de Cuentas, Madrid.


[1] Entre otras muchas referencias, pueden citarse Poemas de la oficina (1953-1956), Montevideanos (1959), El país de la cola de paja (1960) y La tregua (1960). Existen múltiples ediciones posteriores.
[2]
www.forges.com.
[3]
Un relato divulgativo y “heterodoxo” de esta anécdota puede leerse en http://economy.blogs.ie.edu/archives/2007/10/quien_invento_l.
[4]
Los entrecomillados de este párrafo son definiciones del Diccionario de la Real Academia Española.
[5]
Sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010, de 28 de junio de 2010 (Fundamento Jurídico 34).
[6]
BOE de 10 de enero de 1998.

 

n° 53

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